Desde principios de los años 60´, en el hervor de la Revolución Cubana (hablamos del proceso histórico, no de la dictadura gerontocrática de la actualidad), los movimientos sociales latinoamericanos han padecido la presencia obstinada de un compañero tan fiel como indeseado: La Tesis del Enemigo Interno.

Su origen y genealogía no es, o no debiese ser, misterio para nadie: En 1963, la denominada Escuela del Caribe, asentada en la zona de exclusión del Canal de Panamá, bajo control norteamericano hasta 1984, cuando entra en vigencia el tratado Torrijos-Carter, es rebautizada como Escuela de las Américas, una academia internacional de entrenamiento y formación en tácticas de combate y guerrilla urbana.

Pero, además de esto, la Escuela, que sigue en funciones hasta el día de hoy pero con otra denominación, y cuenta entre sus egresados a connotados criminales de Lesa Humanidad y terroristas internacionales como Leopoldo Fortunato Galtieri (Argentina), Manuel Antonio Noriega (Panamá), Manuel Contreras (Chile) y Vladimiro Montesinos (Perú), no sólo enseñaba a sus alumnos, todos aspirantes a oficiales de inteligencia en sus respectivos países, a desactivar una bomba casera, hacer seguimiento a miembros de un grupo subversivo o infiltrar una célula universitaria de estudiantes acalorados por el debate de aula, sino que además, entregaba una lección mucho más perdurable en el tiempo: La Doctrina de la Seguridad Nacional, basada en la Tesis del Enemigo Interno.

Este concepto, que animó la enseñanza de salvajes métodos de tortura y amedrentamiento, implica la certeza, por parte de los organismos de seguridad y, por ende, de sus mandos superiores, sean estos militares o civiles, de que el enemigo de las naciones latinoamericanas ya no está más allá de sus fronteras ni cuenta con tropas regulares que vistan uniforme o porten una bandera, el enemigo está dentro del país, en todos aquellos que se organicen para disentir, protestar y actuar contra la violencia material o simbólica que genera el Estado, a través de la represión y/o persecución de ciudadanos y ciudadanas libres, sino que además del Capital, y su voluntad intrínseca de depredación de recursos naturales, y de perpetuación de la desigualdad en grupos urbanos y/o en comunidades pertenecientes a una determinada identidad territorial.

Un ejemplo brutal de aquello fue el Estallido Social y la respuesta del entonces gobierno. Hace tres años, el ex presidente Piñera hablaba de un “enemigo poderoso e implacable” para referirse a una masa de carácter popular que expresaba su descontento, cuya base política -en un principio- era solo la acumulación de una rabia contenida por tres décadas. Y, en su tercer aniversario, nos invadió la demagogia fundamentalista que persiguió a cualquiera que osara agruparse para intentar levantar algún rito conmemorativo.

Es más, todos los gobiernos post dictadura, sin excepción alguna, han lidiado con la causa mapuche bajo la lógica y perfeccionamiento del enemigo interno. Las militancias mapuches son perseguidas bajo leyes especiales. Las demandas terminan siendo tratadas como un tema de seguridad nacional. No hay reflexión sobre el origen o del por qué la violencia política como una herramienta táctica. Hay un apuro para relacionar cualquier reivindicación libertaria como un tema de delictual, sobre todo si eres poblador, trabajador, estudiante de liceo público y mapuche.

Los métodos cambian, aunque no demasiados, el discurso político alcanza niveles de bondad e inclusión que podrían provocarnos un shock diabético colectivo, pero la ingrata compañía del enemigo interno sigue tan vigorosa e impúdica como siempre, con persecución, amedrentamiento y castigo corporal a todos quienes osen “pasar al otro bando”.

Hace unos días, la flamante ministra del Interior entregó una celebrada frase que retumbó dulce en redes sociales, sacando aplausos hasta en la siempre esquiva derecha: “Si un policía dispara a un criminal, no es una violación a los Derechos Humanos”.

Con un gobierno que hizo campaña sobre la base de los Derechos Humanos, además de garantías explícitas no sólo de Justicia, reparación y garantías de no repetición, sino que además una reforma refundacional de los institutos armados, sería interesante que la autoridad civil a cargo de las fuerzas del orden nos encandilara con su mayéutica aportando una visión respecto a qué sí es una violación a los Derechos Humanos en Chile.

¿Somos objetores o enemigos? ¿Quiénes son perseguidos son considerados disidentes o subversivos?

¿Quién es el verdadero peligro para la seguridad de nuestras familias y nuestra comunidad?

¿Quién es el verdadero enemigo?

*Editorial publicada en la edición 15 de revista Grito

*Foto: María Jesús Pueller