La agenda noticiosa de fin de año -y principio del presente- fue sacudida por el tema de los indultos presidenciales.

La acción ejecutiva del Presidente de la República, que en otro tiempo hubiese alcanzado cobertura mediana en los medios de comunicación tradicionales, cobró notoriedad extrema no sólo por el chascarro comunicacional que generó el error administrativo en la publicación de la lista, sino que además por la composición de la misma.

Desde el comienzo de la Transición, el indulto presidencial en Chile ha tenido un ineludible componente político, partidista y electoral. La lógica de un mandatario perdonando (o conmutando penas, como en los 90´), a delincuentes que no conocieron más que el lado aciago de su tiempo, y cuyas felonías son el producto de la marginalidad estructural en la que han vivido, la ignorancia, el abuso o la violencia naturalizada, o el criminal redimido, absuelto de culpas por la espiritualidad del arrepentimiento o la comprensión medianamente acabada de la gravedad de sus actos, o casos excepcionalísimos de salud terminal, no funciona aquí.

Los pactos de impunidad de la Transición, la imposibilidad de legislar respecto a la prisión política en los noventas, y la estructura misma del sistema político, hicieron del indulto presidencial una herramienta de acción política, utilizada para acometer acciones para las que no está concebida, como por ejemplo ser el único instrumento vigente para poner en libertad a presos condenados fuera del Estado de Derecho, que ejercieron el legítimo derecho a la insurrección, rebelión y protesta social, totalmente conculcados en nuestro país.

En Chile, el indulto presidencial es un instrumento utilizado para corregir vicios del Derecho, la Justicia, la política y de un sistema procesal clasista, racista y políticamente parcial. Una vertiente más filosófica del debate instala el indulto como un resabio monárquico, un perdón de báculo misericordioso, premoderno y distorsionador de la naturaleza de las instituciones de la democracia liberal. Y, si bien es cierto, es una conversación social válida, resulta difícil proyectar su resultado en el páramo conceptual de nuestro espacio público. Suerte ahí.

Y así llegamos a los tiempos modernos, donde el indulto presidencial es un instrumento para cumplimientos parciales de promesas de campaña (Presos del Estallido en el caso de Boric, y criminales de Lesa Humanidad en el caso de Piñera), del cual ya no se extraen réditos políticos o un manto de magnanimidad (Aylwin y Lagos), sino sólo disgustos, especialmente si se le agrega la desprolijidad administrativa que vimos hace algunas semanas.

Quizás el perdón a los condenados, raíz deontológica del indulto, ya no sea un gesto de humanidad, especialmente en las sociedades modernas, atiborradas de delitos sin castigo y castigos sin delito, con personas presas más de un año sin razón jurídica alguna más que el uso inmoral de resquicio autoritario del sistema utilizado como amedrentamiento o abyecta reprimenda (la prisión preventiva), y otras que disfrutan de los privilegios de una impunidad sólo accesible para quienes pueden contratar la mejor defensa jurídica que el dinero puede pagar.

Como en la academia, el deporte, el aprendizaje, e incluso la crianza, las tareas no completadas del pasado, en materia de Memoria y Derechos Humanos fundamentales, vuelven cada cierto tiempo a recordarnos el precio de nuestra pereza, negación e hipocresía.

*Editorial publicada en la edición 17 de revista Grito

*Foto: María Jesús Pueller (Archivo revista Grito)