El alza en la violencia de la criminalidad descrita por las agendas de los medios en las últimas semanas, sacó especial lustre al populismo penal en materia de Seguridad, con decenas de proyectos puestos en tabla, y otros tantos en votación sin debate ni audiencia a equipos de expertos/as, como ocurrió con la delegación de la ONU en la tramitación exprés de la denominada Ley Naín-Retamal, entre otros casos.

El gobierno, contra la pared y asolado por la arremetida de las redes sociales, el oportunismo electoral de la oposición, que incluso logró vincular exitosamente la agenda de Seguridad con las elecciones de Consejeros Constituyentes de este fin de semana y la graciosamente denominada “legislación de matinal”, opuso exigua resistencia a un proceso legislativo del que ya no tiene demasiado control, pese al mandato constitucional de la exclusividad de la iniciativa legislativa del Ejecutivo en proyectos que impliquen erogación de recursos públicos.

Atado de manos, exhausto tras sólo un año de gestión y temeroso de un nuevo fracaso legislativo tan bombástico como el de la reforma tributaria, la administración Boric accedió a una legislación que no sólo rompe todo paradigma moderno de regulación del uso de fuerza por parte de las Fuerzas de Seguridad sino que, además, entrega renovados bríos a dos de las herencias más nefastas tanto de la dictadura militar como de la Guerra Fría: La Doctrina de la Seguridad Nacional y la tesis del Enemigo Interno.

Ambas conceptualizaciones, largamente estudiadas y descritas, son reafirmadas por las normas aprobadas, inmunizando a las policías frente al abuso, condicionando el delito de abuso y maltrato exclusivamente para aquellas instancias en las que la persona esté bajo custodia policial, lo que libera el accionar de los efectivos en marchas y protestas, entre otras prerrogativas especialmente regresivas. Con la promulgación de esta norma, el gobierno no sólo claudica en una agenda progresista de la que nunca estuvo demasiado convencido, sino que, además, invierte la discusión que debió ser eje central en su administración: Del respeto y defensa irrestricta de los Derechos Humanos, al reblandecimiento de las pocas normas que previenen su vulneración.

El 8 de febrero de 1991, el Presidente de la República, Patricio Aylwin, recibió de manos del jurista Raúl Rettig el informe que llevaba su nombre. Su publicación, generó una ola de críticas por parte del mundo de los Derechos Humanos y parte de la izquierda extra parlamentaria, por considerar absolutamente insuficientes las recomendaciones que acompañaban el epílogo del documento. Una de ellas, que no rompería los pactos de impunidad de la Transición, no enviaría a nadie a la cárcel ni tocaría a los esbirros de Pinochet, consistía en eliminar la Doctrina de la Seguridad Nacional y la tesis del Enemigo Interno de los planes de estudio de las escuelas matrices de las Fuerzas Armadas y de orden. Más de treinta años después de la publicación del informe, ni siquiera las recomendaciones consideradas más melifluas y cosméticas fueron puestas en práctica.

Hasta hoy, no sólo seguimos pagando los costos de nuestra propia falta de tesón, sino que además hemos retrocedido en aquello que, incluso hace treinta años y con la sombra de la jauría encima, considerábamos obvio.

*Editorial publicada en la edición 19 de revista Grito

*Foto: María Jesús Pueller