Editorial de revista Grito Nº3, julio de 2021. (Imagen archivo Acemedia)

Cumplido casi un mes desde la instalación de la Convención Constitucional el proceso ha estado repleto de sinuosidades, algunas esperables, otras no tanto.

El pesado lastre de la violencia y política criminal del Estado, que marca el punto de inicio del proceso político que trajo como resultado institucional la Convención, sigue elevando la temperatura. La prisión política, las sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos y el clima de impunidad que lentamente comienza a instalarse respecto al tema en la administración Piñera, ha entorpecido de manera definitoria tanto el proceso en sí como la relación, que ya se avizoraba compleja, entre el trabajo de la Convención y la contingencia nacional.

Un ingrediente más a considerar es un constante intento retórico de negación de la violencia política y contestaria, la que sin duda permitió forjar parte de los cimientos de este espacio transformador.

Por momentos, la Convención aparece atrapada en la declamatoria, conflictuada internamente en su etapa más frágil: La de instalación.

Sin duda hubiese sido más fácil entender, antes de iniciado el trabajo, que la Convención Constitucional es una institución de la República y un poder del Estado (ejerce nada menos que el Poder Constituyente). La única diferencia sustancial, es que las otras instituciones y poderes del Estado son permanentes, mientras que la Convención es transitoria. Esto, sin duda es un elemento importante, pero no nos debe alejar de la constatación de que la duración o longevidad de las instituciones del Estado no tienen que ver con su importancia. Hoy, la Convención es tan relevante como la Corte Suprema, el Senado, la Fiscalía, etc. Tiene funciones específicas y fecha de caducidad, pero eso no le quita peso.

Por otra parte, hubiese sido útil asimilar que la Convención, como todos los poderes del Estado, especialmente los que son integrados por representantes electos popularmente, es un espacio de acción política, y debe ser tratada como tal, con todos los matices que conlleva.

Comprender eso antes hubiese disminuido considerablemente los niveles de ruido que rodean el trabajo que se realiza en el Palacio Pereira y el ex Congreso.

Es un desafío para la Convención afrontar la impunidad como una tarea propia, problematizarla más allá de las declaraciones de intenciones, y no supeditar los derechos humanos a la excusa de los acuerdos.

Es de esperar que la verdad, justicia y reparación necesarias sigan en el horizonte de quienes dicen defender la dignidad de la Convención, ante la certeza de que un órgano tan relevante para nuestra historia político-social reciente, no puede tener deudas morales con un sector de la sociedad al que pretende dar un marco valórico para el futuro.